Así era todas las mañanas, lo conocía muy bien, y esperaba tranquilamente a que se sucedieran las rutinas, no sin sorprenderse de que las cosas fueran así, y no de otra forma determinada: el desayuno, el metro, las caras de sueño de los viajeros, el sonido del vagón, el frío en la cara al salir de nuevo a la calle, los coches, los pitidos, las prisas, el bullicio…
Le gustaba imaginar diferentes explicaciones para todo lo que se presentaba ante sus ojos: los cereales eran barcos que intentaban flotar en una tempestad de leche, el sonido del vagón del metro era el ritmo que marcaba el conductor del tren para que todas los viajeros compusieran en su cabeza diferentes melodías y los pitidos de los coches eran simplemente el lenguaje que tenían estas máquinas para darse los buenos días.
A Luis le gustaba jugar mentalmente con estas cuestiones y otras que se sucedían a lo largo de toda la mañana. De hecho, una vez llegaba a su lugar de destino, se pasaba la mañana entera atendiendo a sus obligaciones y siempre lo hacía jugando y aprendiendo a base de equivocarse.
Sus compañeros de trabajo eran como él y después de una dura jornada de trabajo, lo que más les alegraba era ver aparecer a su madre por la puerta de la guardería, ya que la “sita” Ana era muy buena, pero madre no hay más que una.

Luis ha cambiado mucho físicamente: ya no es el niño atlético que ganaba a todos en los juegos del patio. Se siente torpe y una incipiente barriga está amenazando con liquidar su vestuario de pantalones a corto plazo. El médico le ha recomendado hacer ejercicio y el otro día, en el centro comercial, se compró una bicicleta con la total determinación de poner freno a esta catástrofe.
Mentalmente Luis ha cambiado mucho más. Hace tiempo que dejó de ser el niño que se dejaba sorprender, creativo y curioso. El único juego del que entiende es ese de los seis números y el complementario. Su cerebro está cada día más aletargado y aún no ha encontrado en el centro comercial una solución a su problema.
Antes de entrar al trabajo, si el metro no se ha retrasado, aprovecha los últimos minutos en la cafetería. Allí está María, una compañera que lleva casi tanto como él en la oficina. Le despierta mucha confianza y hay algo en ella que le hace sentir bien. No sabe si es la forma de afrontar los problemas, o su sentido del humor, pero María le recuerda a una época de su vida donde las cosas tenían más colores.
Se sienta junto a ella y se fija en el libro que está leyendo: Gente de mente.